M.A.R. Editor.Lisboa. Antología

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Lisboa
Antología de relatos o VV. AA
Lisboa. Antología

Colección NARRATIVA nº 40
ISBN 978-84-944925-1-8 • 210 páginas • PVP: 15,00 €

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INFORMACIÓN DEL LIBRO:
Lisboa tiene mil caras; es ante todo una ciudad literaria, el recuerdo del café al que iba Pessoa, las calles por las que pasaron Eça de Queiroz, Saramago, Castelo Branco..

Lisboa es el recuerdo de la Revolución de los Claveles y de la canción Grândola, Vila Morena, en la voz de José Afonso; para otros, el nombre de la ciudad tiene reminiscencia de los fados de Amalia Rodrigues; para muchos es la ciudad antigua, como rescatada del pasado, sus calles empedradas, o el Tajo. Pero Lisboa es ante todo una ciudad literaria, el recuerdo del café A Brasileira al que iba Pessoa, las calles por las que anduvieron Eça de Queiroz, Saramago o Castelo Branco.

En las páginas de esta antología nos encontramos con ellos y con el bar Ginjinha Espinheira, con la plaza del Rossio, la del Comercio o la de Pombal, el Monasterio de los Jerónimos, la Torre de Belém, el Monumento a los Descubrimientos, los puentes 25 de abril y Vasco de Gama, e indispensable, el Castillo de San Jorge. Pero en Lisboa siempre lo más importante es el entorno, no un edificio u otro, sino el ambiente, su luz, la gente que pasea, el empedrado del suelo, la calçada portuguesa hecha con piedras irregulares. Lisboa fue cabeza de un imperio, pero también la ciudad destrozada por el más terrible terremoto, el que cambió el mundo e hizo dudar a los intelectuales de la existencia de un dios que lo controlara todo. Los autores buscan en cada relato la Lisboa histórica y no la hallan, porque Lisboa es inaprensible y nos devuelve en realidad una imagen de nosotros mismos. Hay ciudades que existen, otras son el reflejo del alma del espectador: Lisboa es de éstas últimas, y así queda reflejado en los relatos aquí reunidos.

M.A.R. Editor ha reunido en esta antología dedicada a Lisboa relatos de autores clásicos como Pessoa, Eça de Queiroz, Camilo Castelo Branco, Antoine De Saint-Exupery o Emilia Pardo Bazán y de destacados autores contemporáneos como Joaquín Leguina, Carlos Augusto Casas, Miguel Ángel de Rus, José María Fernández Álvarez, Manuel Cortés Blanco, Juan Vivancos Antón, Rosario Martínez, Kalton Harold Bruhl, Francisco José Segovia Ramos, Jesús Yébenes, Álvaro Díaz Escobedo, José G. Cordonié, Pedro Amorós, Juan Guerrero Sánchez, Olga Mínguez Pastor, Francisco Legaz e Irel Faustina Bermejo. La edición literaria y el prólogo corren a cargo de Miguel Ángel de Rus. De la contraposición de la Lisboa clásica y de la Lisboa actual se nos presenta una imagen tridimensional que resulta del agrado tanto de quien lea el libro como guía de viajes por la capital de Portugal como de quien pretenda rememorar en la distancia una ciudad que tantas veces invoca la fantasía del lector.



Entrevista a FRANCISCO LEGAZ
"En Lisboa, de Pessoa, como de todo gran artista, no queda nada; sólo su obra."
Francisco Legaz

Pregunta. -Has escrito el libro Pessoa, el señor de la nada, sobre los rastros de Pessoa en Lisboa. ¿Qué queda de su vida en la ciudad
Lisboa es una ciudad que, como todas, está viva y ha ido digiriendo sus propios desechos. Mis averiguaciones sobre Fernando Pessoa fueron riquísimas. Pessoa pervive en el ambiente; está en el aire. Pero de Pessoa, como de todo gran artista, no queda nada; sólo su obra. Es curioso que todos los niños portugueses aprenden a dibujar el retrato de Pessoa en el colegio, pero no queda ninguno de los edificios en los que vivió ni más rastro físico que sus escritor que quedaron en un baúl.

P. -¿Cómo hay que entrar?
Desde que escribí esta novela, no he vuelto a entrar en Lisboa de una forma normal. A Pessoa, que era un poquito alcohólico, le encargaron, quizás en un mal día, la elaboración de una guía turística de la ciudad, y no se le ocurrió otra cosa que decir que a Lisboa había que entrar por el río, ya que así se obtenía la mejor y más hermosa vista. Lo mejor es entrar en Lisboa de una forma normal, es decir por el aeropuerto, o por carretera y luego decirle a todo el mundo que, tú, como escribiste una novela que habla de Pessoa y de Lisboa, entras, siempre que vas, por el río.

P. -¿Lisboa es un ciudad para perderse, para suicidarse?
Lisboa es una ciudad ideal para perderse si, como me pasa a mí, tienes el sentido de la orientación un poco estropeado. Si tienes una resaca de las malas, te pierdes fácilmente, porque en Lisboa no hay indicadores de ninguna clase, ni de calles, ni de dirección alguna. Luego, cuando se te pasa la intoxicación, te das cuenta de que sí, indicadores sí los hay y en abundancia, de museos, iglesias, palacios, del puente sobre el río Tajo, de la Torre de Belém, de Santa María Mayor, la catedral, pero ya no te sirven. El caso es que, en cuanto llevas unos días por allí, te das cuenta de que Lisboa está llena de gente y no se va nadie. Están todos perdidos, y muchos ya lo han dejado por imposible y se quedan, como pasa también de una forma similar en Madrid, Valencia, y Bilbao. Hay muchos suicidios y entran ganas de suicidarse por simpatía, pero me gustaría matizar algo: El mayor índice de suicidios ocurre justo después de oír unos cuantos fados. Es una apreciación personal y subjetiva pero, después de escuchar un fado, aunque no llegues a suicidarte, te queda como mal cuerpo.

P. -¿Es Lisboa la ciudad de la Melancolía?
Sí. Lisboa no es en realidad sinónimo de melancolía, es una fábrica de "saudade". Lo primero es que te matas a andar. Andando por Lisboa ves cosas, La plaza de Rossío, la de Restauradores, de la Pombal, la Estufa Fría y la Estufa Caliente, ves a gente contenta, ves parques, fuentes, ves plazas, ves niños y cafés, muchos cafés muy agradables, pero tú vas andando, y el efecto es similar al de ver una película en la que todo el mundo está muy contento y esto produce un contraste con tu propio interior, que suele estar muy negro. Ese contraste, como pasa en Navidad con las luces, es el origen de la melancolía. Pessoa lo padeció en sus propias carnes, en gran medida y tenemos que estar muy agradecidos a las depresiones de Pessoa ya que si no llega a ser por esto, no hubiera escrito casi nada. Por ejemplo, cuando dijo aquello de que: "El poeta es un fingidor y finge que es dolor el dolor que de verdad siente".

P. -¿Lisboa es fado?
El tema de los fados, y la programación mental a base de mensajes subliminales…¿Qué es un fado? Es una herramienta perfecta, para introducir debajo de la capa consciente, mensajes subliminales de mucha tristeza. He visto a cantantes llorar cantando un fado. El fado es la expresión musical del alma de Lisboa; imagínense como está el alma de esta gente… La palabra "fado" significa destino. Más a mi favor, porque ya sabemos casi todos, el destino que nos espera, tarde o temprano.

P. -Pessoa sólo salió una vez de Lisboa en toda su vida.
Pessoa, la única vez en su vida que salió de Lisboa, fue para comprar maquinaria de imprenta en Oporto. Quería montar una pequeña editorial… ja, ja, ja. La compró en un solo día y se volvió para casa. La imprenta fracasó y los investigadores que estudian su vida con lupa, están llegando a la conclusión de que, lo que verdaderamente le pasó, fue la ruina, con su correspondiente embargo y miseria para toda la vida, al estilo de Balzac, por la maldita imprenta, que derivaría en aquella supuesta pequeña editorial. Diremos para terminar lo que dicen que dijo Pessoa, "¿Ustedes tienen la verdad? Pues quédensela.



Carlos Augusto Casas y Miguel Ángel de Rus

Prólogo (Miguel Ángel de Rus)

Conocí Lisboa poco después del triunfo de la Revolución de los Claveles. El 25 de abril de 1974 Portugal había demostrado que un país de hombres libres, insubordinados, soberanos, puede liberarse de un dictador si se tiene el coraje suficiente y un verdadero deseo de dejar de vivir en el más gris de los pasados. Unos años después, en el comienzo de la adolescencia, un viaje de fin de curso nos dio a conocer lo que para muchos era un ejemplo que debería haber seguido España.

A pesar de la revolución —habrían pasado cuatro años, tal vez— el país luchaba por desanclarse del pasado. En las calles, en algunos locales, podía escucharse aún la revolucionaria canción Grândola, Vila Morena, en la voz de José Afonso, pero se veía que pervivía la vieja sociedad en muchísimos detalles: pocas mujeres en la calle, en los establecimientos públicos, y vestidas muchas de negro, algo que sucedía igual en la España de los años sesenta; una discoteca de moda en la que apenas había mujeres, los pescadores secando sus redes en las playas cercanas a Lisboa; el plato pobre en el bar con aspecto viejo, los grupos de hombres negros —quizá de las colonias recién independizadas— mano sobre mano en la plaza, al lado del mínimo bar «Ginjinha Espinheira», en un rincón de la plaza del Rossio donde sólo se sirve un licor de cerezas artesanal elaborado por ellos: la ginja, que da nombre al local. Lisboa era aún, o así me lo pareció, un lugar sacado de una novela antigua de Eça de Queiroz, poco cuidada, de fachadas que necesitaban atención, pero al mismo tiempo, uno de esos lugares de ensueño que debido a su decrepitud, su decadencia, llevaban a imaginar los tiempos de esplendor —esos tiempos siempre míticos—, las tertulias literarias, la marcha de los claveles, los cafés antiguos con esa pastelería que una vez probada ya no se puede olvidar, los lugares que habría transitado Pessoa, si es que alguna vez Pessoa llegó a saber quién era.

Después he vuelto muchas veces a la ciudad, modernizada, arreglada, con su luz peculiar, a visitar las plazas: Rossio, Comercio, Pombal, a ver el Monasterio de los Jerónimos —y no menos importante, a ver el Palacio de Mafra, más grande que el propio núcleo urbano—, a ver la Catedral, la Torre de Belém, el Monumento a los Descubrimientos, los puentes 25 de abril y Vasco de Gama, e indispensable, el Castillo de San Jorge. Pero lo mejor era siempre levantarse temprano, bajar al bar de la plaza, comprar el periódico lisboeta —la prensa siempre nos parece menos absurda en el extranjero— y acompañar la lectura con un café con leche y algún dulce portugués. En Lisboa siempre lo más importante era el entorno, no un edificio u otro, sino el ambiente, su luz, la gente que pasea, el empedrado del suelo, tan antiguo, esa calçada portuguesa hecha con piedras irregulares.

Pero para mí, Lisboa será siempre Amalia Rodrigues y una anécdota que muestra, mejor que cualquier otra, el alma de una ciudad. Apenas con veintitrés años y siendo periodista novato y romántico, elucubré un viaje a Lisboa con un amigo fotógrafo, Manolo. Deseábamos encontrarnos de golpe con la realidad. De aquel viaje salieron reportajes publicados en diarios madrileños y una entrevista con la más grande, que nunca se preparó. Después de tomar un café en «A Brasileira», junto a la escultura de Pessoa, decidimos —ímpetus de juventud— ir a la casa de la Reina del Fado, la mujer de voz portentosa que había grabado ciento setenta discos, embajadora cultural de Portugal. No sabíamos la dirección, pero no hacía falta, estaba escrito que la encontraríamos. Preguntamos en la pensión en que nos hospedábamos —al acabar nuestra estancia quedamos con la ligera impresión de haber estado en una casa de «mala nota», quizá un hotel con pupilas, pero la inocencia salvó nuestra pureza— dónde vivía Amalia Rodriguez, y como era lógico, sabían cuál era su barrio. Incluso nos dijeron cuál era el mejor tranvía para llegar. Bajamos poco antes de la —creo recordar, quizá me equivoque— Assembleia da República, y nos metimos en una calle inclinada, empedrada y llena de anticuarios y otras tiendas de objetos viejos y memorables, de la que nos habían hablado dos personas a las que preguntamos por la casa de Amalia Rodrigues y que nos confirmaron que, efectivamente, íbamos en buena dirección. Subimos por la calle mirando las casas, hasta que vimos una que tenía que ser «la nuestra» y, lo más normal, entramos a una tienda a preguntarle a un anticuario si era allí donde vivía la autora e intérprete de Gostava de ser quem era, a lo que el anticuario nos respondió con toda naturalidad que era allí, que llamáramos a la puerta, que alguien habría... Llamamos y nos recibió una encantadora mujer que nos dijo que Amalia no estaba en casa. Le dijimos que éramos unos jóvenes e intrépidos periodistas españoles que queríamos conocerla y hablar con ella, y preguntamos si podíamos quedarnos a esperar. Y como era lógico nos dijeron que sí, que entráramos. Al poco tiempo llegó Amalia Rodrigues —para quienes no entiendan aún la grandeza del personaje, cien veces más importante que todas las estrellas del pop yanqui actual juntas— quien se mostró encantada de conocernos, nos pidió que nos sentáramos en el sitio más agradable de la casa, saqué uno de aquellos viejos grabadores de la época y comenzamos a hablar de toda su vida. El que esto firma, bastante torpe en general en todos los ámbitos de la vida, pero que siempre ha sabido que a las mujeres les gustan los canallas que se saltan los límites, con sus poco más de veinte años y la posibilidad de ser puesto de patitas en la calle, le preguntó a la Diva: «¿es verdad eso que cuentan de que tuviste un romance con Ramón Franco?» y la gran Maria Amalia me contestó con una sonrisa y me respondió, pero la respuesta ahora no importa. Para colmo, este desaprensivo joven que un día fui no tuvo más ocurrencia que decirle a la más grande «¿no te apetecería cantarnos un fado?», a lo que ella accedió encantada y nos hizo una interpretación, a medio metro de distancia, cuyo recuerdo hace que en este momento se me erice toda la piel. Y después nos regaló otro fado más. Acabamos una velada fantástica, nos fuimos a un tugurio que nos recomendó a beber vino y escuchar fados, y nos marchamos a la cama tan tranquilos, como si algo así sucediera más de una vez en la vida.

A estas alturas, habrá quizá alguien poco poético frente a esta hoja de papel que se esté planteando: «¿A qué viene esta historia en el prólogo de un libro?». Y sólo puedo responderle: si ir a una ciudad fantástica y bellísima en su decadencia como Lisboa, preguntar por la estrella de las estrellas, (siempre en español con respuestas en portugués), que todo el mundo sepa a dónde debíamos ir, que todo el mundo nos vaya indicando con total naturalidad, que el anticuario que trabajaba casi enfrente de su casa nos diga a qué puerta debemos llamar, que nos dejen pasar sin estar ella, y que llegue la más famosa cantante de fados —y una Gloria en el sentido más estricto de la palabra— nos acoja, nos cuente intimidades que no saldrán de aquí y que nunca fueron publicadas, y nos cante de tal modo que ya hubiera deseado disfrutar más de un jefe de Estado… Si la ciudad en la que ocurre todo esto no es magia pura, no es la ciudad de las Mil y una noches, la ciudad en la que los sueños se cumplen, ya no sé qué más puedo decir. Quizá no sea culpa mía —por una vez— sino falta de imaginación de quien no lo vea claro. ¿Cómo no convertirse en editor aunque sólo sea para poder publicar un día una antología de relatos sobre Lisboa, la fantástica ciudad que nos llevó hasta el Mito? ¿Es tan difícil comprender que nuestro encuentro fue aún mucho más complejo que el de Odiseo con la ninfa en la isla de Calipso? Para mí, la llegada de Odiseo al palacio de Alción fue menos épica, porque a él le guió Atenea, pero nuestras Atenea fueron varios ciudadanos lisboetas que no sabían que estaban siendo protagonistas de algo que supera toda comprensión. Creo que esta antología nació aquel día, en aquella calle empedrada y en cuesta, hace ya más de un cuarto de siglo. El tiempo, si es que existe, es el peor canalla.

Y aquí estamos, reviviendo aquella Lisboa, que es eterna, la que al ser destruida por el terremoto del día de Todos los Santos, hizo descreer a Voltaire de todo dios o toda bondad; la que vio su centro, el barrio del Chiado, arder de nuevo en los años ochenta del siglo pasado. Y la revivimos —porque cada lectura es una nueva vida— en las palabras de Pessoa, en las meditaciones navideñas de Eça de Queiroz, en la literatura antañona y exagerada de Camilo Castelo Branco, en la palabra de Emilia Pardo Bazán, en la carta de Antoine de Saint–Exupéry, en el recuerdo un tanto sarcástico y cariñoso de la Lisboa, antigua y señorial de Joaquín Leguina. Junto a tan inmensas firmas, un grupo de autores destacados y brillantes, nos muestran desde la Lisboa negra y criminal a la apasionada por el fútbol, la Lisboa de la cólera de Dios y la Lisboa de las vacaciones y, por supuesto, el sonido de Lisboa. Carlos Augusto Casas, José Mª Fernández Álvarez, José G. Cordonié, Pedro Amorós, el hondureño Kalton Harold Bruhl, Juan Vivancos Antón, Irel Faustina Bermejo, Jesús Yébenes, Álvaro Díaz Escobedo, Manuel Cortés Blanco, Juan Guerrero Sánchez, Francisco José Segovia Ramos, Olga Mínguez, Francisco Legaz y Rosario Martínez nos ofrecen visiones nuevas sobre Lisboa, la ciudad que renace de sus ruinas, que renace de sus llamas, que pudo haber sido capital de España si ¡ay! Felipe II se hubiera decidido… Portugal acabó por separarse de España y Lisboa quedó como capital en el exilio. Cada autor nos muestra Lisboa desde un puente, desde un castillo, una calle o desde el río Tajo, y en cada relato vemos una Lisboa diferente, y nueva, aunque la hayamos visitados más de diez veces.

¿Cuántos enamorados no habrán escogido Lisboa para pasar su luna de miel y habrán descubierto la tremenda exageración de nombrar Hotel Mundial o bien Hotel Intercontinental a hoteles normales, incluso modestos, o el divertido despropósito de llamar Imperial a una minúscula cerveza que en España como mucho recibiría el nombre de corto? ¿Cuántos no habrán quedado sorprendidos al ver que una casa cualquiera tiene tres números, no uno sólo, a número por vano, sea puerta o ventana, y habrá visto cómo estaba en el 197 de una calle y al llegar al edificio colindante está en el 207?
La luz de Lisboa es única, todo el mundo lo sabe, y ver el atardecer desde el Castillo de San Jorge es una experiencia que ningún ser humano de debiera perder. Pero hay mucho más que conocer, que vivir, y en cada relato de Lisboa se ofrecen alternativas, rincones, vidas, sueños y muertes. El Tajo se llevará todas nuestras historias al océano, y allí, nuestras historias y nuestras vidas serán nada al incorporarse a la inmensidad. Pero las historias que quedan escritas son todas inmortales. Al menos, mientras haya un alma que pueda leerlas y rescatarlas. Después… será la nada. Pero esa nada podrá sentir la satisfacción de haber cobijado algún día esa Lisboa lejana.




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